jueves, 26 de junio de 2014

El mejor de los finales

Ayer, justo ayer, terminé La extinción de los dinosaurios. Han sido nueve meses de trabajo intensivo, de ideas locas, de cambios, de personajes adorables.
Y voy y la termino ayer. Ayer murió Ana María Matute.
No por nada concluí la novela con un pequeño epígrafe:

Esta novela terminó de redactarse el 25 de junio de 2014, día de la muerte de Ana María Matute, creadora, soñadora, Dinosaurio, que una vez afirmó “La infancia es el periodo más largo de la vida”, y también “Ser vieja no está tan mal, la gente te perdona todo”.
In memoriam
La reina del gin tonic

jueves, 12 de junio de 2014

El hombre de agua




Nahla jamás había visto el mar, o un río, o la lluvia. Nahla había nacido en el desierto, y ahí había vivido toda su vida. Nahla, curiosamente, es un nombre con un significado especial, ni más ni menos que “Gota de Agua”. Cuando en su trece cumpleaños lo descubrió, decidió que sería como esos jinetes que atravesaban el desierto en camellos y caballos y exploraban tierras lejanas, se perdían en el horizonte y subían a las montañas donde -decían- era posible hallar agua helada de color blanco. Hombres que viajaban hasta el mar, que era azul e infinito.
       Esos hombres jamás se detenían a hablar con las niñas o mujeres; sólo los niños se podían acercar a tocar sus animales y a oír sus historias. Nahla tenía prohibido hablar con hombres extraños. Sólo podía dirigirse a su padre, a sus hermanos y a sus dos tíos, siempre dentro de casa. De todos modos, los hombres que iban de paso eran peligrosos; robaban y mataban en el desierto, iban armados y nadie conocía sus rostros. Los llevaban cubiertos siempre con aquellos turbantes azules, y algunas amigas le habían contado que esos hombres no podían dejar jamás el desierto, pues la tela les ponía la piel azul, y todos sabrían siempre que habían sido bandidos, ladrones o asesinos, y por eso había tuareg tan viejos, y también por eso algunos morían en el desierto.
       Sin embargo, Nahla había descubierto el modo de saber más sobre el agua, sobre el desierto y sobre los hombres, aunque se trataba de un secreto que, de ser descubierta, haría que la echaran de casa y del poblado para siempre. Su secreto tenía los ojos verdes y la piel morena, la nariz algo más grande de la cuenta y el cuerpo larguirucho. Su secreto se llamaba Suud y tenía quince años.
       Tradicionalmente la persona que traía el agua al poblado había sido siempre una mujer, pero aquel año la aguadora estaba embarazada y no podía viajar más en camello a traer el agua, por lo que tuvo que hacerse cargo su hijo mayor, Suud. Suud ya había viajado con su madre en muchas ocasiones, pero jamás solo. Cuando las mujeres del poblado oyeron esa mañana la campana que anunciaba la llegada del agua, se mostraron de lo más sorprendidas, pero hicieron una fila y recogieron sus recipientes llenos de agua sin intercambiar palabra con el muchacho. Mientras, Nahla observaba hasta que todas terminaron, y sólo entonces fue ella a por el agua:
-Salam Aleikum -saludó ella.
-Aleikum Salam -dijo él, y sonrió con sus dientes blancos y perfectos.
-Me llamo Nahla
-Yo soy Suud.
-¿Qué quiere decir Suud?
-Buena Suerte. Mi madre me llamó así porque decía que cuando nací traje la suerte a la familia.
       El muchacho llenó los cuencos con cuidado, vertiendo el agua poco a poco. Nahla se sentía nerviosa al tenerlo tan cerca. Sabía que no debía estar hablando con él, pero no podía perder la oportunidad.
-¿Vienes de lejos? -preguntó ella.
-No demasiado. Tres horas de viaje.
       Suud terminó de llenar los recipientes de agua y se los entregó a Nahla. Ella, al ver que no les quedaba tiempo, tomó una decisión arriesgada y dejó que se le volcara un cuenco. El agua se esparció en el suelo y el polvo del desierto se la tragó.
-Qué torpe soy -dijo ella, pero él ya había recogido el cuenco y volvía a llenarlo con cuidado. La miró a los ojos y sonrió.
       Nahla se ruborizó.
-Mi nombre quiere decir Gota de Agua -dijo ella.
-Lo sé. Recuerda que yo soy quien trae el agua. Es curioso...
-¿Qué es curioso? -preguntó Nahla.
-Sólo que tú te llamas Nahla y yo... yo soy de agua.
-¡Qué dices!
-¿No te lo han contado? ¿Nunca te han hablado de las cinco razas de los hombres?
       Ella negó con la cabeza, avergonzada. No sabía leer, no sabía nada. ¿Qué iba a pensar alguien que había viajado tanto como él?
-Están los hombres de agua, los de arena, como tu padre, que son los que nacen en el desierto, están los hombres de hielo, los de musgo, que son verdes como los árboles, y por último, los hombres de viento, los más difíciles de encontrar y de distinguir. Dicen que la mayoría de tuareg son de viento, aunque yo creo que en realidad son de arena. Todos los hombres quieren ser de viento para ser más libres. ¿De qué quieres ser tú, Nahla?
       Ella no supo qué responder. Agachó la cabeza con sus recipientes apilados con cuidado, sonrió con timidez y se despidió en la distancia. Luego se quedó observando a Suud, el hombre de agua, hasta que recogió sus aparejos y ató a los camellos entre sí. Se quedó en medio del poblado, cargada hasta arriba, hasta que lo vio desaparecer en el horizonte.
       Esa noche, Nahla soñó que ella también era de agua, que habia nacido en un lago o un mar. En sueños, el agua tenía otro color y la forma que sólo ella podía imaginar, pues no conocía el mar ni los lagos, ni los ríos. Pero en los sueños, todo era suave, todo, su piel de agua, su cabello empapado, sus dedos convertidos en corrientes de agua. No sabía que jamás volvería a ver al joven aguador.



La vez siguiente él le dijo la verdad, aunque se lo dijo de un modo distinto. Suud no volvió aquella vez al poblado, sino su madre, la aguadora de siempre. Cuando Nahla se acercó, la mujer le entregó una nota de papel muy bien doblada mientras llenaba los cacharros. Mientras, las mujeres del poblado le traían regalos y dulces para su bebé recién nacido, una niña sana que se había quedado al cuidado de sus hermanos.
       Ya en casa, Suud le preguntó que cómo había reconocido a Nahla:
-Fue fácil -dijo ella. -Era la chica de mirada más triste.
       Nahla, por su parte, tenía un problema. Tenía una nota del muchacho de agua, pero no la podía leer. Le pidió ayuda a su amiga Salma, hija del médico, que se la leyó con una voz muy grave, como si quien hablara fuera un chico y no ella. Mientras leía, no podía contener la risa:
       -Hermosa Nahla, el otro día te dije muchas tonterías. No soy de agua, sólo soy un hombre más. Ojalá pudiera seguir llevando el agua para tu familia, pero yo ahora voy a emprender un viaje. Pensaré en ti siempre que beba agua.



Nahla no sabía que ese calambre en la nuca y las yemas de los dedos, el vértigo que le entraba mientras cambiaba a su hermano o hervía leche, que la sonrisa que se le había pegado en la cara con un pegamento muy fuerte eran el amor. La Gota de Agua se acababa de enamorar del muchacho de agua de la Buena Suerte.
       La siguiente en atreverse fue ella, que entregó una nota a la aguadora en su siguiente visita. Sin embargo, se llevó una gran decepción cuando la aguadora les dio una noticia a la gente del poblado:
-Estoy muy agradecida a vuestra gente por todo el trabajo que me habéis dado. Mi padre, y el padre de mi padre fueron aguadores, y esto me hace sentir muy orgullosa. Ha pasado algo estos días: mi hija pequeña, la recién nacida, no se encuentra bien. Nos ha mandado el médico llevarla a vivir a un lugar menos seco que el desierto, y por eso mi familia y yo dejaremos todo y nos mudaremos a un pueblo junto al mar.
-¿Suud también? -preguntó Nahla cuando se quedaron solas.
-Él también -dijo la aguadora.
       Esa noche, Nahla lloró desesperada.



No importa demasiado qué ponía en la nota que le había enviado a Suud, pues ni él, ni su madre volvieron jamás al poblado. Así, comenzaron a pasar los días y los meses, y a punto estuvo de pasar un año, pero Nahla no podía olvidarse del muchacho, porque eso es lo que tienen los grandes amores, que pasa un año y no los hemos conseguido olvidar, y de hecho puede que nunca lo hagamos.
       Entonces, un día, por una ventana de casa se coló un pájaro pequeño y negro: un mirlo.
       -¡Bendito seas! -dijo la madre de Nahla en cuanto lo vio revoloteando de aquí para allá. -¡Un mirlo, Nahla! ¡Un mirlo! Hacía años que no veía uno.
       -¿Qué pasa, madre? Sólo es un pájaro.
       -No es sólo un pájaro hija mía, se trata de un mirlo. Los mirlos traen buena suerte.
       A Nahla le dio un vuelco el corazón. El pájaro, como el hombre de agua, quería decir buena suerte, y no había otra forma de explicarlo que como una señal del destino. Fue entonces cuando tomó la decisión que cambiaría su vida para siempre.



Cada vez que un tuareg pasaba por el poblado, todo se revolucionaba. Nahla se fijó en un detalle: muchos de ellos llevaban colgando en la montura del camello un ramillete de flores azules del mismo color que sus turbantes. Siempre que se iban, quedaban florecillas en el suelo del poblado, y los niños más pequeños las recogían para regalárselas a sus madres. Sin embargo, siempre quedaba alguna, y Nahla comenzó con mucha paciencia a recogerlas. Pasado un año, tenía veinte flores azules, porque pasaban pocos tuareg, y no todos dejaban flores a su paso.
       Nahla, como digo, se había armado de paciencia, y no había día en que no se acordara de Suud. Mucho tiempo tuvo que pasar para reunir todas las flores que quería, pero aún le quedaba comenzar la segunda parte de su plan. Nahla dejó de comer, o mejor dicho, comenzó a comer cada vez menos. Siempre guardaba una parte de la comida en un dobladillo de la ropa. Entonces, cada vez que llegaban los mercaderes, una vez a la semana, con productos frescos, ella se acercaba a los camellos mientras los dueños regateaban. Escogió a una hembra grande y algo mayor, y todas las semanas le daba de comer hasta que el animal la conocía. Cada vez la recibía con más alegría, y le lamía la cara y las manos.
       Cuando Nahla se fue era casi una mujer. Una noche tiñó sus prendas con las flores machacadas mientras todos en casa dormían, y así se vistió por completo del azul de los tuareg, y el día de visita de los mercaderes, como todas las semanas, aprovechó un despiste para montar en el camello y escapar por el desierto a toda carrera. Cuando se dieron cuenta en el poblado de que el camello había desaparecido, era demasiado tarde y sólo entrevieron la mancha azul a lo lejos, y nadie se atrevía a perseguir a un tuareg.
       Nahla, la tuareg, estaba dispuesta a sus dieciséis años a encontrar al hombre de agua.



Se convirtió en una mujer de arena. Vagaba por las dunas; a veces, lo único que comía en días era la leche del camello que había robado, que había parido ese año y aún daba leche. La llamó Arena, porque su pelo se confundía con el color del desierto. La leche de camello es un bien muy apreciado, mucho más que la leche de vaca u oveja en los prados, porque es más escasa.
       Aprendió a robar y a escapar de los bandidos. A veces, cambiaba leche por fruta o carne, y siempre iba sin dirección con la imagen de Suud en la cabeza. Cada día soñaba más y más con él, el muchacho que surgía del agua. Un día, sólo uno, llovió en el desierto, y Nahla se quedó tan impresionada que se dijo que tenía que llegar a un lugar con más agua, y desde entonces su propósito fue encontrar el mar.
       A veces, en forma de espejismo, le parecía ver a Suud, o a su familia, o una palmera cargada de dátiles. Le encantaban los espejismos porque eran como soñar despierta. Lo que más disfrutaba en el mundo era las estrellas de noche, relucientes en mitad de la noche, siempre en su sitio, quietas, e imaginaba los dibujos si unía los puntos entre ellas. Aquí veía un ojo, aquí un pescado, más allás una cesta, un camello, una manada de bueyes...
       Así, hasta que un día decidió unirse a un grupo de tuareg a los que tuvo que ocultarles que era una mujer. Ponía una voz grave y jamás desvelaba su rostro. Alguna vez estuvieron a punto de descubrirla, y aunque tenía miedo, era más fácil viajar acompañada por esos hombres silenciosos y con mal carácter que sola.



Uno de ellos, Azrur, la descubrió una noche, pero no se lo dijo a nadie más. Se divirtió poniéndola en apuros, pues ella no sabía nada. Azrur era joven, tenía los ojos verdes y la barba negra, y también se había escapado de casa. Nada más ver el rostro de Nahla, se enamoró de ella. Sólo se atrevió a confesarle su amor una vez:
       -¿Por qué una joven tan hermosa como tú se esconde de los hombres?
       Nahla estuvo a punto de caerse del camello. Era de noche, la luna refulgía y estaban solos. Habían ido a echar un vistazo antes de pasar la noche, y Azrur no había dudado en aprovechar la ocasión para quedarse solo con ella.
       -No se lo digas a nadie. Sabes que me castigarían...
       -No, no se lo permitiré. Sólo quiero saber qué te lleva a arriesgarte tanto.
       -Estoy enamorada. Viajo por el desierto con la esperanza de encontrar al hombre del que me enamoré -dijo ella, y el corazón de Azrur se hizo pedazos enseguida. Casi se oyeron los trocitos cayendo dentro del pecho.
       -Es peligroso, y una locura. El desierto es inmenso.
       -Tengo todo el tiempo del mundo. Estoy convencida de que, tarde o temprano, lo encontraré.
       -¿Cómo es? ¿Qué tiene de especial ese hombre para haberse ganado tu amor?
       -No lo creerás, pero es de agua.
       -¿De agua?
       -De agua -dijo ella, y le lanzó una sonrisa misteriosa.
       La mañana siguiente, cuando Azrur despertó, no había rastro de Nahla. Sólo él se extrañó, pues era frecuente que los tuareg aparecieran y desaparecieran de un día a otro. Junto a su lecho, no obstante, encontró un mechón del cabello largo y negro de la joven, donde había enredado ni más ni menos que cinco besos que cada día el tuareg volvía a oler para acordarse de ella. En el fondo de su corazón, lo que más deseaba era que Nahla tuviera suerte en su aventura.



Nahla y Suud se encontraron una vez. En medio del zoco, en pleno mercado de día, entre los comerciantes y toda la gente, animales y fantasmas de la ciudad, se cruzaron en mitad de la calle y sus brazos se rozaron. Sólo el fantasma de un viejo acordeonista se dio cuenta de las chispas que provocaron un brazo contra el otro.
       Nahla, vestida de tuareg, ni siquiera prestó atención al hombre alto y de barba poblada, y él, cuando se cruzó con la tuareg, apartó la vista, pues sabía que los tuareg tenían fama de problemáticos, y él no quería líos.
       Pero lo importante, y lo bonito, es que el destino, o el zoco, o el agua quisieron que se encontraran.



Cuando descubrió el mar, el suspiro por tanta belleza le duró a Nahla dos minutos y treinta y un segundos. Era tan azul, tan enorme, tan hermoso... comprendió entonces que su amado Suud hubiera surgido de las profundidades de las aguas, y que fuera aguador, como su madre. Nahla se mojó los pies en la orilla y avanzó lentamente entre las olas hasta que el agua la cubrió por completo, y bajo su ropa de tuareg azul casi añil, mientras el agua la envolvía sintió algo parecido a un abrazo de agua, y supo que era él Suud, que lo había dejado ahí para que ella lo recogiera.



También Suud, en un puerto de Marruecos, se ponía un poco triste y muy feliz todos los días de lluvia, porque se quedaba contemplando el cristal de la ventana y cada gota que hacía plop parecía susurrar, muy bajito, como en secreto: Nahla, Nahla, Nahla...

domingo, 8 de junio de 2014

El ladrón más viejo del mundo

Dicen que quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón. ¿Y si el que tiene cien años fuera el ladrón? Éste es el caso de Heliodoro, un señor muy mayor, muy anciano y muy ladrón.


            Imaginemos un país donde la gente tuviera miedo de dejar libros en el coche, a la vista de todo el mundo, un país donde la gente se preocupara por haber olvidado un libro en la parada del autobús, un país donde el primer lugar que se destruye en una guerra son sus bibliotecas. Pero no, no existe ese país. Estamos en un país como cualquier otro, un país donde los libros no importan a nadie. O a casi nadie.
            A Heliodoro le importaban mucho los libros, demasiado, podría decirse. Mucho antes de convertirse en el ladrón más viejo del mundo ya era uno de los hombres más pobres del país. Tan pobre que, para leer los libros que le gustaban, los robaba. Tan pobre que no tenía para hacerse una fotografía para el carnet de la biblioteca de su ciudad. Comenzó a robar los libros olvidados en las estaciones de tren, de autobús, en los metros, en los bancos de los parques. Luego, con más cuidado, empezó a robar en bibliotecas y librerías. Cogía los libros, los metía debajo de su chaquetón viejo y enorme, y salía por la puerta como si nada. Cada vez que robaba un libro, ya pensaba en el siguiente. Los libros se amontonaban poco a poco en su casa pequeña sin que se diera cuenta, y no era capaz de parar de robarlos.
            Llegó un punto en el que tenía más libros que los que le daba tiempo a leer, pero ya se sentía incapaz de parar de robar. Cuando lo invitaban a un cumpleaños, aprovechaba cuando todo el mundo estaba pendiente de las velas y la tarta para coger dos o tres libros de una estantería y esconderlos bajo su abrigo. Como vivía en un piso tan pequeño, los libros no le cabían y empezó a apilarlos como si fueran muebles. Vendió su mesa y sus sillas para comprar comida, y en su lugar puso montones de libros. Cuando los amigos y familia iban a su casa, quedaban bastante sorprendidos al ver los muebles hechos de libros apilados, y cuando les explicaba que los había robado todos, les parecía de lo más extraño. Nadie robaba libros, menuda tontería.
            Así, poco a poco Heliodoro se hizo famoso entre los habitantes del país. Todo el mundo hablaba del viejecito que robaba libros, y entonces se les fue de las manos. Los ladrones de bancos empezaron a robar librerías, y los niños jugaban a robar libros. Se puso de moda entre los diseñadores construir muebles de Lewis Carroll o Gabriel García Márquez. En una subasta se llegaron a pagar millones y millones por una cama de matrimonio hecha a partir de libros de Stephen King, y eso a pesar de que provocaba pesadillas. De todos modos, como todas las modas, ésta pasó. Los libros volvieron a parecer aburridos a todo el mundo y todos dejaron de robarlos.


            Heliodoro no paró. Él seguía leyendo y leyendo y robando y robando, y ya a nadie le extrañaba. Cuando la policía lo veía sustrayendo libros de cualquier parte, se hacían los suecos –se hacían tanto los suecos que se les acabó poniendo el pelo rubio–. La gente, de hecho, lo seguía viendo con sus robos y estaban encantados de tener al ladrón más viejo del mundo entre ellos, y al único ladrón de libros del mundo. Empezaron a llegarle a Heliodoro libros de todas partes: libros en chino, en polaco, en arameo, en bable, en jeroglífico, en gíglico, cirílico, índico, pacífico, atlántico, ruso, cancamuso, islandés, leganés, braille, sumerio, silbo gomero y binario. ¡Menudo disgusto para Heliodoro! Esos libros no le servían, pues no los iba a poder leer, y ni siquiera tenía dinero para enviarlos de vuelta a sus dueños. Al final, con esos libros amplió la casa y construyó una pequeña sala de lecturas, por lo que ya no parecía tan pobre, ya que las salas de lecturas sólo existen en las mansiones lujosas y apartamentos en Benidorm y Marbella.
            El problema, en cualquier caso, era tener una sala de lecturas, pero no tener libros que leer. Heliodoro, con sus cien años a la espalda, había leído ya sesenta veces el Quijote, pero quería leer libros nuevos. En cualquier caso, de un día para otro llegó la solución sin que nadie la buscara, como llegan a veces las mejores cosas, con algo parecido a la casualidad. Cuando volvía del mercado, donde los fruteros le daban la fruta dañada para que comiera, en un banco lo vio, solo y hermoso: un libro abandonado. Heliodoro lo cogió, miró a ambos lados y lo guardó con disimulo bajo su chaquetón. Así, esa noche al fin tuvo algo que leer en su sala de lecturas. Al día siguiente, encontró dos libritos en el parque y los cogió, y en el alféizar de una ventana abierta otra novela, y uno por aquí, otro por allí, todos los días encontraba algo que leer, y robar se había vuelto más fácil que nunca.
            Lo que no sabía Heliodoro era que la gente, que estaba acostumbrada a ver a un señor tan pobre y tan viejo, no quería además ver a un señor tan triste, porque Heliodoro, cuando no tenía libros para leer, se ponía mustio como un girasol de noche. De este modo, sus vecinos habían tomado la decisión, cada uno por su cuenta, de volverse de lo más despistados, y olvidaban libros por todas partes o los dejaban sobresaliendo de bolsos y mochilas para que Heliodoro los robara. Qué días más felices fueron esos para nuestro protagonista.
            Entonces, llegó la tragedia. Una mañana Heliodoro, que había soñado que era el conductor de una locomotora roja como la sangre, se despertó con muchísimas ganas de leer un libro sobre viajes. Nada más abrir Los viajes de Gulliver, del libro comenzaron a caerse las palabras y letras, párrafos enteros. Entre el papel, millones de bichitos mordisqueaban. ¡Una plaga de termitas de papel! Heliodoro soplaba para que las termitas desaparecieron, pero con lo mayor que estaba le resultaba difícil soplar con fuerza, y de todos modos resultaba imposible: los bichos estaban por todas partes, por todos los libros, por cada rincón de su cuarto de lecturas...
            Al final no le quedó otra que abandonar su casa y esperar a que las termitas terminaran de comer. Mientras tanto, en la biblioteca de la ciudad habían llenado todas las salas con botecitos de un líquido que servía para matar a las termitas, de modo que Heliodoro tuvo una idea: antes de que los bichos destruyeran por completo sus libros, robaría unos botecítos y los dejaría en la sala de lecturas hasta que no quedara ni una termita. Eso hizo: una mañana entró en la biblioteca, se fue a la sección de Física Cuántica, donde nunca había nadie, y se metió tres botecitos bajo el chaquetón. Cuando se disponía a salir, el guarda de seguridad le hizo detenerse y le pidió que sacara lo que había robado, pues todo el mundo sabía que era el ladrón más viejo del mundo. A regañadientes, Heliodoro se llevó la mano bajo el chaquetón y le entregó al guarda un libro, Platero y yo, que acababa de robar. Tendría que volver cualquier otro día a robarlo porque entonces tenía mucha prisa por salvar su cuarto de lecturas.
            Pero las tragedias, como bien sabe el hombre, nunca vienen solas, y después del drama de las termitas aún quedaban tres más. Un día, cuando se despertó, Heliodoro veía como una manchita roja y rosa mirara donde mirara. Era tan pobre que no podía ir ni al oculista, por lo que se tuvo que aguantar. Mientras leía con mucho esfuerzo con sus ojos dañados, se dio cuenta de que le faltaba un libro. Alguien se había llevado las Mil y una Noches... pues estaba tan convencido de haberlo robado como de que se llamaba Heliodoro. La única explicación posible era... por loco que pareciera, que alguien hubiera robado el libro. Cuando se lo contó a los vecinos, todos se preocuparon, porque lo último que querían era otro ladrón en la ciudad.
            El Doctor Centeno, especializado en hipnosis y psicoanálisis, le dijo que en unas sesiones con él tal vez podrían averiguar más sobre el libro desaparecido. Gracias a su popular tratamiento, Heliodoro recordaría la última vez que había visto el libro, y así resultaría mucho más fácil atrapar al ladrón. La mañana en que Heliodoro iba de camino a la consulta del Doctor Centeno, iba bastante preocupado y mosqueado, porque esas mañana la manchita en sus ojos era un poco más grande, y porque alguien había robado también Parque Jurásico, esa novela que tanto miedo le había dado. El Doctor trató de tranquilizarlo y lo hipnotizó enseguida: primera convirtió a Heliodoro en gallina, y empezó a cacarear, se comió un gusano y puso un huevo; a continuación, lo convirtió en bebé y rompió a llorar y se hizo caca; por último, para asegurarse del todo de que funcionaba la hipnosis, lo convirtió en sirena, aunque una sirena muy fea que, fuera del agua, se agitaba como un pez recién pescado y se cubría los pechos con las manos, avergonzado. Cuando Heliodoro despertó de su sesión de hipnosis, el Doctor Centeno lo esperaba tan contento como sorprendido, pues había descubierto al ladrón: el ladrón no era ni más ni menos que el mismo Heliodoro, que en sueños se levantaba sonámbulo y se robaba libros a sí mismo. El Doctor Centeno, además, lo había curado y ya no volvería a robar mientras dormía, por lo que el anciano se fue a casa la mar de contento.
            Nada más llegar, descubrió la segunda tragedia: habían vuelto a robar libros, pero no había podido ser él, ocupado como estaba en la terapia. Cuanto mayores se hacen las personas, menos necesitan dormir: Heliodoro tomó la decisión de no dormir hasta descubrir quién le robaba los libros. Se quedó todo el día sentado en la sala de lecturas, al lado de la ventana, y llegó la noche y pasó también la noche sin dormir. Para aguantar despierto, leía los libros más emocionantes que tenía. Casi estaba terminando de leer La vuelta al mundo en ochenta días, con el corazón acelerado en el pecho, cuando descubrió al ladrón, o mejor dicho, ladrona: una niña pequeña, de cinco o seis años, morena y con un vestido violeta, que llevaba entre las manos Momo. Heliodoro la detuvo, aunque con las manchas de la vista no podía distinguir su cara. No sabía si era una niña bonita o fea, displicente o traviesa, o el color de sus ojos. La niña se llamaba Silvia y tenía diez dientes de leche, y robaba porque le encantaba leer.
            Silvia y Heliodoro hicieron buenas migas. Ella dejó de robarle, pero él le contó todos los trucos que había aprendido en su vida como ladrón. Compartían la sala de lecturas y merendaban juntos el pastel de mermelada que hacía la madre de ella. Sin embargo, una última tragedia estaba a punto de cebarse con Heliodoro. Al fin una mañana, al despertar, en lugar de la mancha roja y rosa, no veía absolutamente nada. Un ladrón de libros que no puede leer, ¿de qué sirve?
            Tan triste se puso Heliodoro que dejó de comer y, mucho más grave, dejó de reír. Con el paso de los días, ese hombre viejo y ladrón y triste recibió una visita de Silvia. Traía tres libros que acababa de robar en la biblioteca, y esto puso contentísimo al hombre, pues Silvia le contó con todo lujo de detalles cómo había robado cada uno de los libros, y Heliodoro podía verlo en su cabeza.
            Entonces, se sentaron juntos y la niña le leyó los tres libros, y luego otros diez, y toda la salita de lecturas, y todos los que robaban en la biblioteca y en las librerías y calles. Todos los libros, todos, los leyeron juntos.